El
realismo y el idealismo han sido históricamente posturas (o más bien, clases de
posturas) rivales. Por un lado, el realismo hace énfasis en que la realidad es
independiente de la mente. Por otro, el idealismo insiste, en sus diferentes
versiones, en que la realidad y la mente humana están fundamentalmente
coordinadas, ya sea por medio de la reducción conceptual de la primera a la segunda,
como sostenía Berkeley, porque la primera no exista, como sostienen los
solipsistas, porque la primera sea
causada por la segunda, como sostiene el espiritismo místico, o porque la
primera sea un subtipo de la segunda, como sostiene el panpsiquismo. Obviamente
no toda la realidad es causalmente independiente de la mente: existen las
creaciones humanas. Por tanto el realismo insiste en que la realidad es
independientemente de las creencias que
se puedan tener acerca de ésta, mientras que el idealismo por lo general niega
esta tesis.
Sin
embargo, según el filósofo alemán Nicholas Rescher, se pueden formular posturas
realistas e idealistas plausibles a la vez que mutuamente coherentes. El
reconocido filósofo de la Universidad de Pittsburgh describe su postura de la
siguiente forma: “lo que es correcto en la tesis idealista es que, cuando
hacemos preguntas a la naturaleza por medio de la observación y la
experimentación, lo hacemos utilizando nuestros propios términos de referencia:
todo lo que la naturaleza nos va a dar, en el mejor de los casos, son
respuestas a las preguntas que nosotros le hemos formulado. Lo que es correcto
en la tesis realista es que esas respuestas adquieren su valor de verdad por
medio de lo que la realidad dispone, y no por nuestras acciones, preferencias o
pensamientos”.
Clarificaremos
a continuación lo que se intenta decir por esto. Se deben distinguir dos tipos
de dependencias en este punto (esto será crucial para evitar las confusiones y
plantear la tesis híbrida entre el idealismo y el realismo): dependencia superveniente
y dependencia conceptual. El mal olor de un objeto, por ejemplo, depende (al
menos en parte) de la composición química de éste, en el sentido de la
superveniencia (dicho otro modo, si la composición química fuera diferente,
quizás el objeto en cuestión no tendría el olor que tiene). En cambio, el mal
olor depende de la mente humana (en realidad, de cualquier mente perteneciente
a un organismo con sentido del olfato), en el sentido de que al decir que esto
o aquello posee un mal olor, se está haciendo referencia tácita al
funcionamiento de una mente de estas características. Había, desde luego, cosas
malolientes antes de que existieran los humanos, y el azufre es un ejemplo bien
claro, pero sólo en el sentido de que “si hubiera habido un humano o algún
organismo con sentido del olfato con el mismo pasado evolutivo (al menos en los
aspectos relevantes) para oler el azufre en esos momentos, habría sentido un
mal olor”. Lo mismo ocurre con la formulación matemática de las leyes que
describen, por ejemplo, la mecánica celeste; cuando no había humanos, el
formalismo no existía aún, pero si hubiera
existido (es decir, si hubiera habido humanos que desarrollaran las respectivas
teorías matemáticas), habría sido adecuado para describir esa clase de
fenómenos. Tanto el mal olor como la descripción matemática de ciertos
fenómenos, hacen esencialmente referencia inevitable (aunque muchas veces tan
sólo de forma implícita) al concepto de mente, pero no en el sentido de que si nuestra mente hubiera sido diferente ese
formalismo habría resultado inadecuado o el azufre habría olido diferente, sino
en el sentido de que cualquier tesis acerca del mal olor o del formalismo
perdería su contenido semántico. Rescher propone que la realidad es como el mal
olor o como las ecuaciones de la física en este respecto; plantearemos su
argumentación al respecto a la brevedad. Pero en este punto se hace necesario,
sin embargo, aclarar que con dependencia conceptual no nos referimos al hecho
trivial que para describir la realidad hacen falta conceptos creados por la
mente. No se trata de los conceptos, sino de su contenido. Está claro que los
conceptos son creaciones mentales, pero la tesis del idealismo conceptual (pues es así como Rescher denomina a su
idealismo) no se limita a esta obviedad; la tesis propone que no sólo los
conceptos son causalmente dependientes de la mente, sino que el contenido de
éstos (i. e. a qué se refieren) es
conceptualmente dependiente de la mente. Así, por ejemplo, mientras “el Sol es
una estrella” es dependiente de la mente en el sentido obvio de que es
expresado mediante conceptos humanos, no es conceptualmente dependiente de la
mente en cuanto a que expresar tal tesis no es decir nada sobre la mente (no
ocurre lo mismo con el mal olor o con el formalismo matemático de las leyes
naturales, dos casos paradigmáticos que discutimos anteriormente).
Una
vez clarificado esto, nos disponemos a divulgar el trasfondo argumentativo de
la idea de Rescher. Todo empieza con las proposiciones modales; afirmaciones
tales como “si hubiera faltado al examen, habría desaprobado” o “si no me
hubiera roto el hueso, hoy no estaría en el hospital”. Este tipo de enunciados,
con la estructura “si A entonces B”, pertenecen al reino ya no de lo real, sino
de lo meramente posible. En otras
palabras, sus antecedentes son meramente hipotéticos. Pero supongamos que yo
dijera “si sonara el teléfono, Juan se pondría muy nervioso”, y luego suena el
teléfono y Juan se pone nervioso. Pareciera que lo que acabo de decir es
verdad, pero al detenernos a considerar mi dicho, se nota claramente que lo que
acabo de expresar no equivale a declarar “el teléfono sonará y Juan se pondrá
nervioso”. Esto último no es más que la conjunción de dos predicciones,
mientras que lo primero habla de una dependencia causal, a saber, de que Juan
se pone nervioso en virtud de que el
teléfono suena. Pero ¿qué se intenta decir con “en virtud de…”? Lo que se intenta decir es que “si el teléfono no
hubiera sonado, Juan no se habría puesto nervioso”. Pero habíamos dicho que el
teléfono de hecho sí sonó, por lo
cual nuevamente estamos ante una afirmación que no se limita a describir lo que
realmente sucede, sino que también posee un contenido acerca de qué habría sucedido si las cosas hubieran
sido de otro modo.
En
el terreno de lo meramente hipotético, sin embargo, hay proposiciones
objetivamente verdaderas o falsas. Por ejemplo, si decimos que no hay nadie en
la casa de Pedro, podemos afirmar con total seguridad que “si el teléfono suena
en la casa de Pedro, nadie lo atenderá”. Si luego resulta ser que no se recibió
ninguna llamada, el condicional contrafáctico en cuestión sigue siendo totalmente
verdadero; en cambio, si decimos que la mamá de María llama a su hija dos veces
por día, ni más ni menos, entonces podemos decir que “si en cierta fecha en lo
que va del día –digamos que son las 18:00 hs.– la madre no ha llamado ninguna
vez, entonces en lo que resta de la jornada la madre llamará tres veces” es
claramente falso, incluso si la madre llamara siempre por lo menos una vez
antes de las 18:00 hs..
Podemos
afirmar, por tanto, que el terreno de la mera posibilidad, pese a su carácter
hipotético, dista de ser un terreno en el que “todo vale” o en el cual “todo es
relativo”. Es claro, al mismo tiempo, que las situaciones meramente posibles no
pueden tener ninguna influencia causal en el mundo real, ya que perderían su
carácter de hipotéticas y pasarían a ser (valga la redundancia) reales. Por
tanto parecería un misterio el cómo adquirimos conocimientos acerca de lo
meramente posible, es decir, cómo podemos discernir entre las oraciones modales
verdaderas y las falsas. Por otro lado, desde el punto de vista evolutivo se ve
claramente por qué conviene que tengamos pensamientos acerca de posibilidades;
por ejemplo, antes de tomar una decisión (entre correr de una potencial amenaza
o esconderse) hay que evaluar qué sucedería en esos casos, que hasta que no se
elige entre ellos, son ambos igual de hipotéticos. Lo más plausible, pues, es
que la respuesta a nuestros interrogantes sea simplemente que el discurso sobre
lo posible-pero-no-(necesariamente-) real es un artefacto intelectual del cual
nos ha dotado la evolución dado su éxito pragmático. Esto, sin embargo, no
significa que debemos caer en un relativismo acerca de las afirmaciones de “qué
pasaría si tal o cual cosa ocurriese”: que cierto tipo de discurso no tenga sus
fundamentos en la realidad (y ciertamente el discurso modal carece de anclaje
en el mundo real) para nada significa que cualquier utilización de ese recurso mental
sea adecuada. Estamos, por tanto, ante un caso claro y evidente de dependencia mental
(dependencia no en términos causales sino conceptuales) del dominio de lo
posible. Veamos qué implicancias tiene esto.
Es
claro que los objetos a nuestro alrededor poseen cualidades (por ejemplo el
azul de mi bicicleta) que cambian en el tiempo (por ejemplo si la pintura de mi
bicicleta se oxida o se desgasta). Esos cambios están gobernados por leyes, al
menos en los dominios en los cuales las ciencias exactas se pueden declarar
competentes. Por ejemplo, sabemos que las propiedades espaciales de un objeto
(la localización, la forma, la distancia con otros objetos, etc.) pueden
cambiar. Si tenemos un objeto metálico –un clip de oficina, digamos– y lo
acercamos a un imán, su distancia con respecto a éste disminuirá naturalmente,
sin que hagamos más que dejarlo, inicialmente, en su lugar. Algo parecido
sucede ya no en contextos electromagnéticos sino en contextos gravitatorios. De
hecho, se puede medir razonablemente bien la atracción gravitatoria entre dos
cuerpos de masa m1 y m2 respectivamente separados por una
distancia d, con la fórmula (G x m1
x m2)/d2 , donde “G” es la constante de Newton. Estos
casos se conocen como leyes naturales. Curiosamente, estas leyes no sólo
describen (o intentan describir) la realidad (por ejemplo, esta sencilla
ecuación se puede utilizar para calcular la fuerza gravitatoria entre la Tierra
y la Luna, o entre Júpiter y el Sol) sino que describen también qué pasaría en
determinadas situaciones que no necesariamente presentan un correlato en la
realidad. Por ejemplo, de esta ley yo puedo derivar que si el Universo
consistiera de nada más que dos esferas que pesaran 1kg y 2kg respectivamente y
estuvieran separadas por una distancia de 3 km, entonces la atracción
gravitatoria entre estas dos esferas sería descrita por la fórmula (G x 1kg x
2kg)/9km2. Sin embargo, el Universo ni consiste ni consistió (ni
consistirá) en dos esferas, ni con estas masas ni con ninguna otra masa que se
pueda concebir. Podemos afirmar, en consecuencia, que las leyes naturales, al
trascender el mundo de lo real y abarcar también el de lo meramente posible,
son conceptualmente dependientes de la mente, ya que las posibilidades lo son,
como se vio en el párrafo anterior.
Por
tanto si aceptamos que las posibilidades son conceptualmente dependientes de la
mente, nos vemos obligados a concluir que las leyes también los son. Pero aquí
no termina la historia: hablamos previamente de las propiedades de los objetos,
pero tan sólo mencionándolas superficialmente. Ahora bien; ¿qué son las
propiedades? Una pista de la cual disponemos para empezar a analizar este
concepto es la siguiente: las propiedades confieren poderes o capacidades a sus
portadores. Por ejemplo, la propiedad de ser esférico confiere el poder de
rodar. La propiedad de ser caliente confiere la capacidad de derretir el hielo.
De hecho, cuando observamos el mundo, en realidad estamos observando los
efectos que tiene el mundo sobre nosotros. Si decimos que algo es amarillo en
realidad estamos diciendo que absorbe todos los colores excepto el amarillo, el
cual rebota y llega a nuestros ojos que, si todo va bien, actúan de tal forma
que desencadenan un proceso en el sistema nervioso que culmina en última
instancia en que veamos al amarillo como una propiedad de ese objeto. Por tanto, todo lo que podemos en principio
conocer acerca de los objetos y sus propiedades está limitado por lo que estos
pueden causar, por los procesos que pueden desencadenar. Incluso en ciencia
esto es así: si existiera una propiedad causalmente inerte, entonces no podría
ni siquiera ser detectada por el más sofisticado equipamiento experimental, ya
que para detectar algo, ese “algo” tiene que producir un cambio en el
dispositivo de detección (sea éste nuestros ojos y nuestro cerebro o un
artefacto tecnológico especialmente diseñado para las circunstancias), lo cual
no podrá hacer en caso de ser causalmente inerte. En consecuencia, cualquier
propiedad o rasgo de un objeto que podamos en principio intentar conocer debe
ser capaz de, en las circunstancias adecuadas, desencadenar un proceso que
podamos detectar, al menos en principio. Qué procesos siguen a cuales
propiedades en qué circunstancias, qué capacidades puede tener un objeto si
tiene cierta propiedad, es un tema determinado por las leyes naturales. Volviendo
a un ejemplo que citamos anteriormente, la masa de un objeto se puede saber
viendo cómo interactúa con otros objetos en términos gravitatorios. Dicho de
una forma más sencilla y más intuitiva desde el punto de vista de la vida
cotidiana, si tenemos un objeto muy pesado, sabemos que es muy pesado porque
cuesta levantarlo, fenómeno causado por su atracción gravitatoria a la Tierra. Si
las leyes que dominan el funcionamiento de la gravitación fueran diferentes,
nuestra forma de saber cuánto pesa algo aquí en la Tierra se verían afectadas
correspondientemente. Toda propiedad que sea detectable debe desencadenar un
proceso causal distintivo y para eso debe funcionar de acuerdo a una ley
natural. Vemos que, al estar tan intrincados los conceptos de ley natural y de propiedad,
es inevitable que si las leyes naturales dependen conceptualmente de la mente,
lo mismo sucederá con las propiedades.
Podemos
armar una lista provisoria de ítems de nuestro discurso que dependen
conceptualmente de la mente, siempre recordando que con “dependencia
conceptual” no estamos diciendo que sin mentes estos ítems no serían como son
(por ejemplo, no estamos diciendo que la ley de la gravedad no sería cierta si
no hubiera mentes), sino que al referirnos a estos ítems estamos haciendo
referencia indirecta al concepto de mente. Se vería (inicialmente) así:
·
La
posibilidad
·
Las
leyes naturales.
·
Las
propiedades.
Está
bien claro que todo lo que sucede deja secuelas. Todo acontecimiento causa
otros acontecimientos, por más pequeños o irrelevantes que sean. La idea de
causalidad está presente en todo momento de nuestras vidas cotidianas. Analicemos
esta idea más detenidamente. Cuando decimos que “A causó B” no estamos
meramente diciendo que “Sucedió A y sucedió B”; intentamos decir algo más, a
saber: “Sucedió A, y luego sucedió B gracias
a que A había ocurrido previamente”. Este “gracias a” significa que si A no hubiera ocurrido, entonces el
acontecimiento B no necesariamente habría tenido lugar. Sin embargo, A sucedió,
por lo que al atrevernos a declarar que A causó B estamos en parte diciendo
algo sobre una situación hipotética (“si A no hubiera ocurrido…”). Se hace
evidente que la causación (la relación causa-efecto) está inseparablemente
ligada al reino de lo meramente posible. Al ser la posibilidad (según la lista
incompleta previamente delineada) conceptualmente dependiente de la mente, la
causalidad también lo es en consecuencia. Se desprende inmediatamente que el
ordenamiento temporal también tiene que serlo, porque cuando decimos que “el
momento A viene (objetivamente) antes que el momento B” estamos diciendo que
dentro de A hay acontecimientos que son causas de otros, y que algunos de esos
otros eventos conforman B. Esto está en acuerdo perfecto con la Teoría Especial
de la Relatividad, propuesta en 1905 por Albert Einstein y corroborada en
numerosos experimentos subsiguientes con un detalle y una exactitud cada vez
mayores: si dos eventos están causalmente desligados, entonces no se puede
establecer que uno venga antes del otro de una manera universal (i. e. válida
para todos los observadores). Si el ordenamiento temporal depende de esta forma
tan absoluta del ordenamiento causal de los eventos, y la idea de causación
involucra tácitamente la idea de mente, entonces debemos aceptar que el
ordenamiento temporal depende conceptualmente de la mente. Y dado que el tiempo
no es más que el orden de los momentos, tenemos que aceptar que el tiempo
depende conceptualmente de la mente. Y no es que antes de que existieran mentes no
había tiempo (¿quién podría sostener semejante locura?), sino que el concepto
de tiempo involucra el concepto de mente (recordemos, como una analogía, el
ejemplo del mal olor). Menos evidente sea quizás el caso del espacio, cuya
dependencia de la mente es más compleja de establecer. Esta dependencia se
puede derivar de lo dicho previamente de la siguiente forma: el espacio es el
conjunto de relaciones espaciales entre los objetos. Y las relaciones
espaciales entre dos lugares se establecen (en el contexto de la física actual)
en cuánto se tarda de llegar de un lugar al otro si se viaja a la velocidad de
la luz (la cual es máxima). Por tanto, como es sabido por los físicos desde
principios del siglo XX, la idea de espacio no tiene sentido a menos a la luz
del concepto de tiempo. Si el tiempo es conceptualmente dependiente de la
mente, entonces lo mismo debe suceder con el espacio.
Ya
podemos ir ampliando nuestra lista de ítems dependientes de la mente en el
sentido conceptual (no en el sentido
de superveniencia).
·
La
posibilidad.
·
Las
leyes naturales.
·
Las
propiedades.
·
La
causalidad.
·
El
tiempo.
·
El
espacio.
Tampoco
termina aquí la historia. Debemos preguntarnos, así como nos preguntamos qué es
ser una propiedad, ¿qué es ser un objeto? Podemos estar seguros que un objeto
no es meramente “algo que posee propiedades y que ocupa una región bien
definida del espacio durante un período definido de tiempo”: los contenidos de
una región del espaciotiempo arbitrariamente elegida no califican
automáticamente como un objeto, por más que tengan cierta forma, cierto tamaño,
etc., y que éstos sean propiedades. Al parecer, ser un objeto no es una propiedad
como cualquier otra: no parece conferir ningún poder. Por tanto una línea
promisoria de atacar la cuestión de cómo definir el término “objeto” es la
siguiente: ser un objeto es ser algo identificable (aunque no necesariamente
identificado) como tal. Este enfoque, consistente con las consideraciones
previas, parece bastante promisorio,
pero podemos preguntar ¿qué significa “identificable”? Como cualquier adjetivo
de este tipo, su significado está definido en términos de posibilidad; en este
caso particular, “identificable” equivale a “posible de identificar”. Pero si
la posibilidad está en nuestra lista de ítems conceptualmente dependientes de
la mente, el ser identificable también debe estarlo. Por tanto el discurso
acerca de los objetos depende conceptualmente de la mente. Como corolario, vale
la pena notar que los conceptos de cantidad, al estar ligados a la noción de
objeto, también deben aparecer en nuestra lista, la cual ampliamos a
continuación:
·
La
posibilidad.
·
Las
leyes naturales.
·
Las
propiedades.
·
La
causalidad.
·
El
tiempo.
·
El
espacio.
·
Los
objetos.
·
Las
cantidades.
Por
último, pensemos qué significa existir (materialmente). Hay muchas definiciones
que se pueden dar, pero aquí nos centraremos en dos de ellas: (i) existir
materialmente es poseer energía (entendida como la capacidad de producir cambios)
& (ii) existir materialmente es ser detectable, quizás no por un humano,
pero sí por algún tipo una especie avanzada con los dispositivos experimentales
adecuados. En el primer caso, se está emparentando lo materialmente existente
con lo causalmente productivo. Pero si la causalidad depende conceptualmente de
la mente, lo mismo sucederá automáticamente con la existencia. En cambio, si
aceptamos la segunda teoría, estamos equiparando lo existente con lo detectable,
y dado que detectable no es más que “posible de detectar”, estamos empleando la
noción de posibilidad en nuestra definición de existencia, siendo por tanto
incapaces de evitar que la categoría de existencia material no figure en
nuestra lista de ítems conceptualmente dependientes de la noción de mente. Ahora
bien, el Mundo no es más que el sistema de todos los existentes. Ser parte del
Mundo es existir y viceversa. Por la
misma razón que siempre (la transitividad de la dependencia conceptual),
añadimos un nuevo ítem a nuestra lista: el Mundo. Actualizamos por última vez
nuestra lista de dominios de discurso que se refieren implícitamente, cuya
versión final se ve así:
·
La
posibilidad.
·
Las
leyes naturales.
·
Las
propiedades.
·
La
causalidad.
·
El
tiempo.
·
El
espacio.
·
Los
objetos.
·
Las
cantidades.
·
La
existencia.
·
El
Mundo.
Estamos
aquí ante un idealismo conceptual, en el cual la realidad depende en casi todos
sus aspectos de la mente, siempre y cuando aclaremos que la dependencia en
cuestión es conceptual. Este idealismo conceptual es perfectamente
compatible con el realismo, formulado éste de la siguiente forma: “ser un hecho
no implica que alguien crea que X es un hecho y que alguien crea que X es un
hecho no implica que lo sea”. Esta conjunción de Idealismo Conceptual y
Realismo [moderado], al ser no sólo compatibles sino plausibles cada uno por su
cuenta, debería dar por terminada la disputa entre estas posiciones
históricamente contrarias.
Michael
Janou Glaeser.